Era un día como cualquier otro. Una mañana fría de otoño, mi vieja, Agustina, una piba muy linda, humilde, gentil, y sonriente ante cualquier situación, me levantó para ir al colegio. Mi colegio, era diferente a los otros colegios, un ámbito en donde podíamos desenvolvernos, opinar sobre las cosas que nos involucraban, divertirnos entre amigos, escuchar música, leer alguna que otra revista, etc. Todo marchaba más que normal, el rasguido de las hojas secas en la calle, el polvo que se levantaba por la brisa, el aire mañanero fresco que te besuqueaba la nariz. Me tomé el colectivo de siempre, el 7, que me dejaba a unas 3 cuadras de la escuela. No era muy cerca, pero era lo único que estaba a nuestro alcance. Mi viejo, Martin, un tipo terco, cerrado y zurdo (tanto de pensamiento como de mano) me acompañó a la parada. Como dije anteriormente, todo marchaba más que bien, hasta que... Comenzó. ¿Qué comenzó? Se preguntarán. A esa edad me era difícil descifrar lo que estaba viendo. Me era difícil encontrarle una explicación a tanta catástrofe, un sentido, o una justificación a esa destrucción.
Mi viejo sabía lo que estaba pasando, lo sabía perfectamente, y no quería decírmelo, pues uno siempre quiere lo mejor para su hijo, no? El viejo no tuvo mejor idea que obligarme a subir al 7, un colectivo destrozado, con mal olor, con gente mal educada, y ruedas desinfladas. Arrancó el 7, me llevaba, no sabía bien a donde, pues la imagen que había visto me dejó paralizado. Ver por la ventanilla a mi viejo correr a casa, cubriendo con una mano su cabeza, y con otra sus ojos. Ver a mi mamá salir con mi hermana menor, con lágrimas en los ojos y un bruxismo constante en los dientes.
Llegué a la esquina. No sabía qué hacer. Corrí al colegio, asustado por los sonidos de proyectiles, luces en el cielo, aún oscuro por la mañana. Una Navidad en marzo, pero sin regalo ni alegría. Adentro del colegio todo era temor y silencio, pero un silencio que hacía mucho ruido. Pues de un día a otro habían desaparecido las canciones del querido Charly García, ya no había debates políticos en los patios. La imagen más dura fue ver a Esteban, mi profe de historia, un comunista, amante a muerte de Carl Marx, arrodillarse ante la imagen de un hombre con vestimenta verde, bigote corto y muy negro, una imagen no muy distinta a Hitler. No entendía muy bien lo que estaba pasando. No entendía porqué de un día al otro todo había cambiado tanto, por qué mi viejo se había ido con tanto miedo, por qué mi vieja estaba nerviosa y secándose las lágrimas, pues era la mujer más feliz del mundo, o por qué Charly García no animaba las mañanas con su voz. Allí comprendí que algo raro estaba pasando. Con mucho silencio, y con los pasos calculados, decidí visitar la oficina del director, ya que allí era un buen lugar para pensar y reflexionar. Tras mucho nerviosismo, llegué a la oficina. Abrí cuidadosamente la puerta, la cual emitía un sonido insoportable a causa de una viga oxidada, que tarde o temprano iba a delatarme. Al entrar a la sala, observé en un rincón, a tres personas, Ismael, Tomás y Miqueas, mis tres amigos, con quiénes compartíamos debates hasta el punto de recordar a nuestra madre, de una manera no muy agradable, con quiénes me mandaba mis peores, pero más divertidas cagadas. Con los ojos rojizos y vidriosos me comentaron lo que estaba pasando. El Ejército había tomado el mando del país, la democracia se había destruido una vez más. Pero esta vez de una manera mucho más sangrienta. Quede perplejo tras la historia que me habían narrado. Me di cuenta ahí, que nuestros derechos se habían ido, que nuestro librepensador interno, estaba encerrado, y sin posibilidad alguna de un escape. No había dimensionado muy bien aún el asunto, me costó entender que mis demás compañeros no iban a estar presentes en mi vida, que nunca más iba a comer la milanesa con papas de mi viejo, que nunca más iba a tener esas charlas de cancha con mi vieja, que nunca más iba a escuchar la voz irritante, y al mismo tiempo angelical, de mi hermanita. Poco a poco salimos adelante con mis amigos, viviendo como un pueblo nómade, escapando de los milicos, de los topos que querían infiltrarse en nuestro grupo, de los traidores que alguna vez llamamos "amigos" los cuales, si hubieran tenido la oportunidad, nos habrían entregado a esos hijos de puta. Una vez recuperada la democracia, volvió todo a la normalidad. La gente pudo juntarse a debatir sobre el Gobierno, la música volvió a sonar y a llenar de alegría a la gente, Ixs estudiantes pudieron militar en distintos partidos políticos sin problema alguno. La persecución política ya no existía. Los diarios ya no mentían. Estados Unidos ya no estaba metido en el país. No se encarcelaba gente por el simple hecho de pertenecer a la oposición. No se reprimía a la gente por manifestar su pensamiento mediante marchas. Hasta que llegó un dictador en potencia. Y las cosas anteriormente nombradas volvieron a ocurrir.
Hoy me toca a mí, Roberto, un sobreviviente de la dictadura del 76', seguir buscando a mis viejos, y a mi hermana. Y exigiéndole al pueblo Memoria, Verdad, y Justicia... Pues "aquellos pueblos que olvidan su historia, están condenados a repetirla". Nos vemos pronto...
Martín Páez, Promoción 2014-21.
Artículo extraído: Chasqui Edición N° 98.
Me encantó!❤️👏
Muy buenoo! 👏👏
Que buen texto Martín! ❤️